Si por algo me alegro del fin del verano es por el supuesto regreso del rigor a los medios de comunicación. Abres los diarios y en las entrevistas se limitan a preguntar por un color, una canción o un lugar. Entrevistas frescas he oído que las llaman algunos iluminados. Y yo, que nunca he sido de elegir comienzo a plantearme qué respondería yo a esas preguntas si algún día la fama me alcanzase y a alguien le interesara algo así.
Hablemos de lugares, hay lugares que cambian, lugares que permanecen iguales ante el paso del tiempo o lugares que no queremos que cambien, y cambian. Hay lugares que nos esperan o lugares en los que hemos sido felices, a los que Sabina advertía que no hemos tratar de volver. Y quizás ese sea el motivo por el que hay lugares de los que no queremos irnos nunca.
La extensión de los lugares varía, porque hay lugares que ocupan 3 metros cuadrados, 500 hectáreas, un continente y lugares tan grandes que simplemente no ocupan. A estos últimos, puedes llamarlos recuerdos, imaginación, o como quieras, no todo ha de tener nombre.
Hay lugares por los que pasamos a diario ignorando el peligro que esconden. Puede que la esquina que siempre bordeas haya sido escenario del primer beso de alguna pareja, aunque no haya cartel que indique el riesgo de alto voltaje que allí se esconde.
No es el paisaje, no son las fotos que a diario acapare el espacio, ni tan siquiera es la ausencia de ruido, es simplemente la sensación que en nosotros dejaron. A muchos de mis lugares vuelvo con frecuencia y aunque todavía no lo he hecho, no descarto algún día poder acercarme a los niños escépticos que jueguen sobre el asfalto y decirles, '¿Ves este lugar? Pues aquí un día sucedió la magia'.
En definitiva, creo que no se trata de buscar nuestro lugar en el mundo como seudo-coachs nos hacen creer, sino de buscar qué huella queremos dejar en cada lugar.