La historia que hoy escribo es tan real que nunca sucedió. Tan breve que haría falta dos eternidades para contarla. Tan irrelevante en mi vida, que desde que sucedió, no he vuelto a ser el mismo. Esta historia es tan íntima que hoy te la cuento.
Nos conocimos una soleada y luminosa noche, yo andaba borracho sin haber bebido, algo que al día siguiente se traduciría en una de las mejores resacas que recuerdo. Su cuerpo yacía de pie en medio de aquel cielo infernal cuando clavó el mirar con acento de sus ojos verde arena en mí.
Reía triste, hasta que con una caricia sin manos me llamó para susurrarme a gritos el motivo de su alegre pena. Y a pesar de mi prisa calmada, decidí detenerme a escuchar su historia, parpadeando sin pestañear al enterarme que su gran drama era por haber descubierto que su vida estaba llena de oxímoron.
Pese a mi inexistente asombro, decidió salir de la cárcel de su libertad y desde su dicharachera timidez contarme cuántas veces había hecho el amor sin amor, los abrazos dados sin brazos o lo adictivo que le resultaba enamorarse del desamor. No dejó de nombrar las veces que había maltratado a quien le cuidaba y cómo quiso a quien no hizo por ofrecerle cuidados. Por resumir, me habló de amores que duelen y de cómo hay gente con miedo que no sabe huir del peligro.
Pese a mi esperada sorpresa, su cuerda locura hizo que siguiera contándome historias que yo jamás antes había imaginado en mi experimentada juventud. Mi cansancio despierto durmió cuando me ofreció brindar con un licor sin alcohol, algo que agradecí desagradecidamente porque tenía sed de sequía. Olvidé que a veces lo gratis tiene un alto precio.
Oí cómo el ruido de su silencio me dirigía piropos ofensivos mezclados con algún insulto alentador, pero impulsivamente decidí no responder a su inteligente tontería para no alterar la blanca oscuridad de su alma. Olvidé eso de que la mejor defensa es un buen ataque.
Cansado de la fiesta de la tristeza en la que me había visto envuelto, le ofrecí mi número para que me llamara cuando tuviera un mal buen día, con la certeza dudosa de que jamás llamaría, y me fui a disfrutar de mi multitudinaria soledad, dejando atrás su vestida desnudez.
Mientras marchaba, la injusta venganza se tornó realidad y vi cómo lloró por amor. Nunca antes, un oxímoron tuvo tan poca belleza.