Nunca tuve muy claro en qué momento se dejaba de ser niño,
no recuerdo bien si fue al ver al Ratoncito Pérez esconder mi diente o al ver
el almacén donde los Reyes Magos escondían mis regalos. Pudo ser también el día
que tuve que pedir consejo para ver qué hacer con la pelusilla que yacía bajo
mi nariz, o quizás la primera vez que me quedé solo en casa y no traté de crear
trampas cual Kevin McAllister.
Además, como varón nunca me llegó ninguna llamada biológica
que alterara mi vientre y me diera a entender que mi infancia estaba punto de
agotarse.
Por encima de cualquier escena, creo que dejé de ser niño al conocer algunas
palabras, porque hay palabras malditas y malditas palabras. No soy quien para
invocar a las primeras, y de las segundas me llama la atención una de ellas: IMPOSIBLE. Y
es que creo que se deja de ser niño cada
vez que se descubre esta palabra.
Debería ahora hacerme pasar por autor místico de libros de
autoayuda, nombrar a Rosana cuando decía eso de “a imposible le sobran dos
letras”, jugar un poco con la famosa saga protagonizada por Tom Cruise,
recordar aquel anuncio de Adidas o matizar que imposible no significa
improbable. Pero no, seré más práctico, te pediré un minuto para que recuerdes
aquella idea tan loca que rondaba en tu cabeza de niño. Probablemente llegarán
ciertas fases, quizás no en este orden pero llegarán:
Te insultarás, preguntándote cómo pudiste pensar algo tan
descabellado, te admirarás también, cual bipolar viendo cómo una idea tan
genial pudo salir de tu cabeza. Pronunciarás también eso de “son cosas de niños…”,
y alguna que otra fase que seguramente se me escapa. Quizás recuerdes también
la desilusión al descubrir que tu idea era inviable. En ese momento te hiciste
adulto, o por lo menos un poco menos niño.
Ahora dejo en tu mano, con unos cuantos años más, y espero
que algún que otro conocimiento adicional que valores si te precipitaste cuando
dijiste que tu idea era imposible porque quizás con un par de modificaciones
tus ideas de niño podrán ser tus ilusiones de viejo.
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