De vez en cuando se me ocurren historias, sé que a tu pareja también le pasa y que trata de hacerte creer que "lo rojo" de su cuello es fruto de la alergia, pero en este caso no pretendo salvar ninguna relación sino demostrarme a mí mismo que si lo busco también puede haber un romántico en mi interior. Esta es mi historia de verano, una historia que empezó sin final a la vista y finalmente quedó así.
Él vivía ajeno a todo, no sé si era en una isla desierta o
simplemente aislado en algún lugar del continente. Jamás le había picado la
curiosidad de ver qué había más allá, es más, no dejaba de mirar hacia abajo,
estaba convencido de que todo lo que necesitaba estaba allí.
Ella miraba siempre hacia arriba, jamás le pregunté si por
mera casualidad o por convicción pero así era. Había llegado a asimilar que en
el cielo estaban todas las respuestas, y a él le debía sus días.
Un día, por aire o por mar, pero caído del cielo él supo de
ella. Lógicamente no lo vio venir porque hacia arriba no había mirado pero sin
darse cuenta se topó con su reflejo, o con una foto de carnet de ella, no sé
bien. El caso es que decidió salir en su búsqueda. Ahora sabía que ella existía
y no podía quedarse así allí.
Y la encontró, nadie sabe cómo pero lo hizo. Ignoro si se
enamoraron; nunca le pregunté, los hombres no hablamos de esas cosas así que respeté el código. Sí sé que cuando se
encontraron él empezó a mirar hacia arriba y ella por fin bajó la mirada. Cedieron
hasta encontrarse las miradas, y allí se detuvieron.
Lo que sucedió entonces no suena creíble, pero pasó. En el cielo
las estrellas brillaron más que nunca conjuntando con la luna y en tierra
florecieron las más bellas plantas. Pero ninguno se inmutó, de hecho lo único
que se oyó fue que él le decía a ella, o ella a él no sé bien, “tengo que
enseñarte algo, y quiero que me enseñes tu mundo, pero ya tendremos tiempo, ahora estoy viendo
todo lo que quiero ver”.