El caso es que no sé qué es peor si sentir pena o darla. El día a día, la rutina, la experiencia o como queramos llamarla nos han curado de espanto, ya nada nos impacta, ya no nos creemos nada, vamos acorazados a prueba de lástima. Solamente de vez en cuando, en sitios seguros nos la quitamos, lo hacemos en cines, en el sofá de casa o camino del trabajo, libro en mano. Por su parte, hay quien vive de dar pena, con motivos o sin ellos. Lloran en platós de televisión, te piden un euro en el lugar menos pensado o le mendigan un aprobado al profesor.
Mientras unos optan por practicar la cara del Gato con Botas de Shrek, otros procuran seguir adelante, y es que como diría Zenit 'Si caminas cojeando no das miedo, sino lástima'.
Sobre la pena escribí hace unos meses este pequeño relato, no viene a resolver la duda que planteo en el segundo párrafo pero al menos me hizo pensar. Dice así:
Las paredes de la casa se caían, o al menos estaban en permanente lucha por aguantar un día más sin llegar al suelo, cobraba lo justo para sobrevivir, ni tan siquiera vivir (bajo mi criterio). Entre su descendencia, una hija deficiente de la que apenas podía disfrutar por culpa del trabajo. Trabajo inexistente, pero que le tenía a pie del teléfono esperando una llamada que acabara con su aparente rutina.
Yo sentía pena por él. Él sentía pena por mí. Él había encontrado la forma de ser feliz, y yo todavía andaba por el camino, pensando que había obstáculos insalvables.
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