Ahora, que la Navidad queda lejana, que los niños ya no son protagonistas y las bufandas yacen en los armarios. Ahora que en las calles faltan luces y no hay tanta prisa por reunirnos y vernos. En definitiva, ahora que hemos dejado de creer en la magia traigo un pequeño cuento. Un cuento tan fantástico como real. Un cuento tan mío como tuyo.
El caso es que todos los días al salir de casa, sigilosos, me seguían. En el mejor de los casos, viajaban en mis bolsillos, oprimidos entre la cartera y las llaves. En otras ocasiones, se colaban entre los calcetines y hacían que los pies me pesaran más, o en mi abdomen, agarrados cual murciélagos de mi camisa y provocando un evidente cosquilleo que alguna vez confundí con mariposas. Pero sin lugar a dudas, peor era cuando se subían a mi espalda y casi me impedían caminar recto.
Eran tantos, que alguna vez ocuparon todos los recovecos de mi cuerpo y era casi imposible salir a la calle.
Hasta que un día, con alevosía y mucho sigilo salí por la puerta sin ellos. Y no me fue nada mal. Por supuesto, al volver a casa me estaban esperando, con mirada triste y cara de no haber roto un plato.
Al día siguiente, volví a repetir estrategia, pero se habían organizado haciendo guardia para que no saliera de casa sin ellos. Así que no me quedó otra que sacudirme al salir. No fue fácil, pero lo conseguí. Más difícil fue descubrir al llegar a casa todos los destrozos que habían hecho durante mi ausencia.
Así pasaron los días, algunos más tranquilos que otros, hasta que un sábado por la noche, al abrir la puerta, descubrí que se habían ido. Se habían aburrido, y sin avisar, me habían abandonado.
Y debo decir que no los eché de menos. Sí descubrí tiempo después lo inteligente que eran cuando un día descubrí bajo mi cama, entre polvo y restos de galletas las alas que había dado por rotas. No me las habían roto, simplemente me las habían escondido.
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