martes, 31 de agosto de 2010

Relaciones formales

Al igual que en la vida real, hay palabras que tienden a unirse instantáneamente. Como ejemplo se me ocurren dos grupos de palabras que escuché una vez en el monólogo de algún cómico (que me perdone el susodicho, pero no recuerdo quién era). El primer matrimonio de vocablos es el compuesto por la palabra “aledaños” y “estadio”, hasta tal punto que es casi imposible escuchar la primera palabra si no está la segunda cerca.
Pasa lo mismo con las pesetas, tantos años paseándose por nuestros bolsillos y resulta que el único adjetivo que se nos ocurre es el de “antiguas”, quizás habría que felicitar a quien decidió inventarse un bloque de palabras tan original.
Plagios aparte, hay otras dos palabras que congenian muy bien, aunque en este caso son algo más poligámicas y se dejan ver con otras palabras por ahí, hablo de “relaciones cordiales”. No sé si es solo apreciación mía o que realmente es así, pero entiendo que una relación es cordial cuando reina la profesionalidad y existe un respeto mutuo, pese a que ninguna de las dos personas implicadas elegiría a la otra como primera o décima opción para ir a tomarse un café o unas cañas o pasar un buen rato de sinceridad y desahogo por ejemplo.
Me explico, la relación que un entrenador de fútbol debe guardar con su futbolista es siempre catalogada como cordial, donde cada uno se saluda, cumple su rol, pero cuando termine la concentración, partido o entrenamiento cada uno cogerá su camino. Todo esto podría extrapolarse a la relación jefe-empleado. O a esa persona con la que uno compartía momentos, y ahora todo se limita a un frío y falso “hola y adiós” o en su defecto conversaciones vacías en las que ambas personas se congratulan públicamente de que al otro todo le vaya fabulosamente aunque realmente les importe más bien poco.
Pues bien, he decidido acudir a la RAE una vez más y me he encontrado con las siguientes definiciones de cordial: 1. adj. Que tiene virtud para fortalecer el corazón.2. adj. Afectuoso, de corazón. No era lo que esperaba encontrarme, de hecho se me ha caído un mito, y me he sentido tonto por partida doble, primero por estar utilizando mal la expresión y segundo por tener por relación cordial lo que realmente no es. Lo digo porque supongo que el empleado estándar por norma general no guardará afecto hacia su jefe, digo yo.
Y ahora me surge una nueva pregunta, ¿cómo se llaman las relaciones que yo tenía por cordiales pero no son cordiales? (véase los casos expuestos anteriormente) ¿relaciones profesionales quizás? ¿Entonces como se llaman aquellas en las que uno acaba saludando simplemente para no ser catalogado como ser asocial?
Necesito una respuesta.

Nota: este tema es susceptible de un análisis más profundo, pero las prisas por publicar algo me han traído a hacer este análisis tan breve, no promete profundizar más, porque puede que no lo haga, pero no está mal dejar una puerta abierta a futuras actualizaciones de este tema.

jueves, 12 de agosto de 2010

Ese extraño sentimiento

No sé qué pasa que cuando uno se encuentra lejos de casa se acentúa el cariño a su tierra. Huyo del ombliguismo y sé que el mundo es muy grande y que no dejamos de ser el equivalente a un pequeño bloque que configura un gran edificio.
Sin embargo la vida de vez en cuando concede una tregua y se empeña en demostrar que no somos tan pequeños ni el mundo es tan grande y uno llega a creer que quienes afirmaban que el mundo es un pañuelo no andaban tan desencaminados.
El caso es que cuando viajo suelo llevar conmigo la bandera de mi equipo, el Tenerife, no lo hago por provocar ni por nada parecido, simplemente me parece una forma “deportiva” de recordar a mi equipo y mi casa y así animarme si algún día algo no sale bien. Básicamente esos fueron los motivos que me llevaron a colgarla en una ventana de la residencia donde me quedaba en Dublín. La bandera no duró más de unos días, tuve que quitarla a petición de la dirección. Pero al parecer la bandera ya había cumplido su acometido. Y digo al parecer porque al cabo de unos días mientras viajaba solo en guagua escuchaba como un chico contaba a sus amigos la emoción que había sentido al ir caminando por el campus universitario y encontrarse con la bandera del Club Deportivo Tenerife, ante eso lo único que pude hacer fue girarme y reconocer que la bandera era mía. Ahí comprendí que la bandera no solo me había hecho feliz a mí al colgarla sino que inconscientemente había llegado a hacer sentir emociones a otra gente.
Volví a Irlanda dos años después de este suceso, y esta vez me tocó ponerme en el lado opuesto y pasé a ser yo el sorprendido. No me alojaba esta vez en una residencia sino en el hogar de una familia (familia a la que aún debo una carta de agradecimiento, todo sea dicho de paso). El padre de la familia no sabía nada de mi lugar de origen pero al recibirme vestía una camiseta que había comprado en su viaje a Tenerife, me dieron ganas de llorar, no puedo negarlo.
Aproximadamente un año después y buscando un restaurante donde comer en pleno centro de Montecarlo encontré una pizzería, hasta aquí nada anormal. La sorpresa llegó a la hora de ver la carta a fin de conocer precios. No estaba la margarita, ni la calzone, ni la tropical, ni la cuatro estaciones… lideraba la carta una pizza llamada Tenerife y a mitad de la lista otra llamada Las Palmas. Se me quitó el hambre de golpe con tanta sorpresa.
Y para concluir este bloque de sorpresas fuera de casa me reservo la que para mí es la más emotiva.
Tuvo lugar en Prato, una pequeña y poco turística ciudad italiana situada a un cuarto de hora de Florencia; callejeaba junto a unos amigos cuando una pregunta procedente de una esquina nos asaltó. “¿españoles?” No era la primera vez que teníamos que responder a una pregunta así, lo que esta vez la respuesta no iba a ir acompañada de alguna frase de felicitación por el mundial de España sino de otra pregunta “¿de qué parte?” “Canarias” respondimos. Paró la música que venía de la guitarra que tocaba nuestro amigo y lo único que pudo decir fue “yo también, soy de Lanzarote”. No voy a airear su historia pero el caso es que el destino le había llevado a coger su guitarra y recorrerse toda Italia sin billete de vuelta para así poder sobrevivir. No tenía nada ni a nadie, pero el poder hablar unos minutos con alguien de su tierra hizo que se le alegara el día, de hecho, así lo reconoció, y por si quedaba alguna duda, sus ojos se rayaron.
Valió la pena detenerse y dejarle unos céntimos, ver sonreír a quien aparentemente no sonríe a menudo vale la pena.
Y aquí concluyo, sé que me dejo más historias por atrás pero estas pueden ser fácilmente las más representativas de la exaltación del hogar de la que escribía al principio.