No sé qué pasa que cuando uno se encuentra lejos de casa se acentúa el cariño a su tierra. Huyo del ombliguismo y sé que el mundo es muy grande y que no dejamos de ser el equivalente a un pequeño bloque que configura un gran edificio.
Sin embargo la vida de vez en cuando concede una tregua y se empeña en demostrar que no somos tan pequeños ni el mundo es tan grande y uno llega a creer que quienes afirmaban que el mundo es un pañuelo no andaban tan desencaminados.
El caso es que cuando viajo suelo llevar conmigo la bandera de mi equipo, el Tenerife, no lo hago por provocar ni por nada parecido, simplemente me parece una forma “deportiva” de recordar a mi equipo y mi casa y así animarme si algún día algo no sale bien. Básicamente esos fueron los motivos que me llevaron a colgarla en una ventana de la residencia donde me quedaba en Dublín. La bandera no duró más de unos días, tuve que quitarla a petición de la dirección. Pero al parecer la bandera ya había cumplido su acometido. Y digo al parecer porque al cabo de unos días mientras viajaba solo en guagua escuchaba como un chico contaba a sus amigos la emoción que había sentido al ir caminando por el campus universitario y encontrarse con la bandera del Club Deportivo Tenerife, ante eso lo único que pude hacer fue girarme y reconocer que la bandera era mía. Ahí comprendí que la bandera no solo me había hecho feliz a mí al colgarla sino que inconscientemente había llegado a hacer sentir emociones a otra gente.
Volví a Irlanda dos años después de este suceso, y esta vez me tocó ponerme en el lado opuesto y pasé a ser yo el sorprendido. No me alojaba esta vez en una residencia sino en el hogar de una familia (familia a la que aún debo una carta de agradecimiento, todo sea dicho de paso). El padre de la familia no sabía nada de mi lugar de origen pero al recibirme vestía una camiseta que había comprado en su viaje a Tenerife, me dieron ganas de llorar, no puedo negarlo.
Aproximadamente un año después y buscando un restaurante donde comer en pleno centro de Montecarlo encontré una pizzería, hasta aquí nada anormal. La sorpresa llegó a la hora de ver la carta a fin de conocer precios. No estaba la margarita, ni la calzone, ni la tropical, ni la cuatro estaciones… lideraba la carta una pizza llamada Tenerife y a mitad de la lista otra llamada Las Palmas. Se me quitó el hambre de golpe con tanta sorpresa.
Y para concluir este bloque de sorpresas fuera de casa me reservo la que para mí es la más emotiva.
Tuvo lugar en Prato, una pequeña y poco turística ciudad italiana situada a un cuarto de hora de Florencia; callejeaba junto a unos amigos cuando una pregunta procedente de una esquina nos asaltó. “¿españoles?” No era la primera vez que teníamos que responder a una pregunta así, lo que esta vez la respuesta no iba a ir acompañada de alguna frase de felicitación por el mundial de España sino de otra pregunta “¿de qué parte?” “Canarias” respondimos. Paró la música que venía de la guitarra que tocaba nuestro amigo y lo único que pudo decir fue “yo también, soy de Lanzarote”. No voy a airear su historia pero el caso es que el destino le había llevado a coger su guitarra y recorrerse toda Italia sin billete de vuelta para así poder sobrevivir. No tenía nada ni a nadie, pero el poder hablar unos minutos con alguien de su tierra hizo que se le alegara el día, de hecho, así lo reconoció, y por si quedaba alguna duda, sus ojos se rayaron.
Valió la pena detenerse y dejarle unos céntimos, ver sonreír a quien aparentemente no sonríe a menudo vale la pena.
Y aquí concluyo, sé que me dejo más historias por atrás pero estas pueden ser fácilmente las más representativas de la exaltación del hogar de la que escribía al principio.
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