Escribía hace un año por estas fechas, aprovechando mi 27 cumpleaños que yo o moría con esa edad como los grandes (Kurt Cobain, Amy o Cecilia) o lo hacía con 100 años. Afortunadamente, no ha sido lo primero. Fallecer con 27 años debe saber al primer sorbo a la copa, a ese buchito que sirve para medir cuan fuerte está. Quizás sea como irse de una fiesta en la que los invitados no han terminado de llegar.
Hay muchas formas de morir, y de muchas de ellas morí con 27: de sueño, hambre, miedo, vergüenza, dolor, frío, pena, amor, rabia, de recuerdos...
Con 27 morí a manos del látigo de la indiferencia, igual que con un gol presenciado en el fondo de aquel estadio, mientras un árbitro al que todavía no me he atrevido a calificar hacía de las suyas y aquel niñato vestido de payaso me increpaba.
Morí los lunes por la mañana y también algún martes o de 16.00 a 16.30 con horario de verano. También lo hice en los atascos de los viernes, con miedo a llegar tarde. No podría permitirme volver a llegar tarde. Fallecí y desfallecí en carnavales, como todos los años, haciendo eterna a aquella peluca emérita que huye de su jubilación.
También morí con la voz en directo de Pedro, Ismael y Andrés, compositores de parte de la banda sonora de este corto que va camino de largometraje. Muy seguramente ellos me entenderían si supieran que morí con teléfonos que no sonaron y con teléfonos que sonaron demasiado o también al perdonar y ser perdonado.
Morí en aquel bar, en aquellos apartamentos, aquel albergue, aquel camping o en aquel hotel con un recepcionista triste. En aquel vuelo desviado a Roma por tormenta o al ver sangrar mi tabique nasal en aquel tobogán también morí.
Con 27 morí como trabajador a tiempo completo, volviendo a la universidad. Ya no queda pared para tanta orla. También entre tanto referéndum y articulo 155 morí. Me sorprendió la muerte en el sillín de una bici, igual que cumpliendo el voto con la Virgen de los Reyes sobre mis hombros.
A 3580 metros de altitud también decidí morir mientras brotaban miedos. De la misma forma, se quedó una parte de mí en algún lugar entre Oviedo y Compostela porque fue a los 27 que decidí dejar de ser para siempre un "no peregrino".
Morí al conocerla y al verla marchar cuando solamente dejó su nombre, una canción,algún guiño de ojo y un recuerdo que no para de acosar. Despedirse para siempre con 27 será siempre sinónimo de dejar morir una parte de uno mismo.
Y pese a tanta muerte, sigo vivo, porque igual que morí de las formas detalladas (y obviadas) también volví a nacer y todavía me pregunto qué palabra es el contrario de morir, si vivir o nacer.
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